por Adolfo Colombres
(Tomado de la Introdución a Cine, antropología y colonialismo del mismo autor)
Se puede decir que el cine nació en Francia hacia 1894, cuando los hermanos Louis y Auguste Lumiere demuestran (filmando la salida de los obreros de su fábrica) los resultados obtenidos a partir de la investigación que hicieran en tomo al kinetoscopio, que les permitió registrar finalmente el movimiento de las cosas. Tal movilidad de las imágenes habrá de definir desde entonces la esencia de la experiencia cinematográfica.
Los primeros registros fueron documentales, pero aún estaba lejos de elaborarse el concepto de documental. Tampoco se pretendía que fuera un arte. Ello ocurrió recién en la segunda década del siglo veinte, como consecuencia de dos notorios avances la invención del primer plano, atribuida a Griffith, y la del nuevo método de interpolación que se llamó “montaje’, obra de los rusos, lo que permitió crear un estilo expresionista apto para traducir estados de ánimo en relación al puro movimiento. Poco después de que el dadaísmo rompiera con la tradición estética del siglo XIX, el cine va pasar a convertirse en el primer arte que llega a grandes sectores del pueblo. Este proceso de democratización del arte había empezado, según Arnold Hauser, con el teatro de bulevar y la novela de folletín, cuyo gran auge corresponde al siglo XIX.
El antecedente más remoto de cine etnográfico correspondería al año 1895, cuando Felix Regnault, un antropólogo francés, decide apelar a esta técnica para hacer un estudio comparado del comportamiento humano, y filma en París a una mujer uaiof que fabrica cerámica en la Exposición Etnográfica del África Occidental. Pasos más firmes serían Le voyage du “Snark” dans les mers du Sud, rodada en 1912 por el capitán Martin Johnson, y Tiempos mayas y La voz de la raza, filmadas ese mismo año por el mexicano, Carlos Martínez Arredondo. Poco tiempo después comenzará a moverse Robert Joseph Flaherty por lo hielos del Ártico, en la larga y complicada gesta de lo que seria el primer documental tratado como obra de arte: Nanouk of the North ‘1920-1921’ conocido entre nosotros como Nanouk, el esquimal.
Flaherty no era etnógrafo ni se proponía hacer etnografía. Tampoco filmar un documental. Tal palabra fue usada por primera vez en 1926 por John Grierson un sociólogo escocés que personalmente dirigió un solo film: D¤fters, sobre los pescadores del Mar del Norte en 1929 para nombrar toda elaboración creativa de la realidad y separarla de las simples descripciones.de viaje, los noticiosos y filmes de actualidades. Lo que Flaherty deseaba era hacer del cine un documento vivo y no sólo un espectáculo regido por imperativos industriales que le quitaban autenticidad, convirtiéndolo en una mera mascara de lo real. Pensaba en un cine sin actores contratados para simular pasiones y situaciones, sin ambientes falsificados. Los mismos hombres del lugar, con su vida y costumbres, y el paisaje real, con sus plantas y animales, debían ser las “estrellas “ del film.
Pasó por eso un año con los esquimales antes de ponerse a rodar. Su método es la observación participante. Nanouk participa en la película, proponiendo escenas y detalles, asistiendo a las precarias proyecciones realizadas por Flaherty del material revelado y reflexionando sobre lo visto. Si consideramos que se trata del comienzo de este tipo de cine, con la falta de referencias que esto implica, la experiencia es más que sorprendente. Recurre a métodos verdaderamente revolucionarios, como la puesta en escena documental para reconstruir dramáticamente la realidad con sus actores naturales y crear así un testimonio poético de la misma.
Cabe acotar que en 1922 Bronislaw Malinowski publica en Londres aquel clásico de la antropología que llegó a ser Argonauts of the Westem Pacific, donde expone el método de la observación participante. Coronaba con esto una serie de tres viajes de estudio a Nueva Guinea y las islas Trobriand, que hizo con el sueño de convertirse en el Conrad de la antropología. Al igual que Flaherty, es un romántico que huye de la civilización (al menos en esta época de su vida). Ambos plasman en su método la seriedad de sus propósitos, pero soslayan el trasfondo político de la situación colonial. Con respecto a Moana of the South Seas ‘1923-1925’ Flaherty declaró que no le interesaba la decadencia de esos pueblos como consecuencia de la dominación blanca. Su fin era mostrar la originalidad y majestuosidad de los mismos, “antes de que los blancos anularan no solamente su personalidad, sino a los propios pueblos, ya en vías de desaparición”.
Su actitud ratifica tal condena, considerándola fatal, inevitable. No se trataba de ayudar a estas sociedades, sino de rezarle un responso. Vemos entonces que, al igual que la antropología, el cine antropológico es desde sus comienzos connivente con el colonialismo. Si bien en Moana Flaherty luchó contra la pretensión de Hollywood de acomodar el drama vivo al convencional, entrando en la realidad con una forma dramática preconcebida, no deja de ser un neo-rousseauniano que busca la simplicidad de antaño, lo no contaminado que debe morir.
Flaherty nunca fue más lejos en su método que los extremos alcanzados en Nanouk, razón por la cual este fue su único éxito rotundo, y la mas clásica de sus obras. A Moana siguieron Mi£te Shadows in the South Seas (1928), en colaboración con W. S. Van Dyke; Tabú 1929), con Friedrich Wilhem Murnau; Man of Aran (1932-1934); y Elephant Boy (1936-1937), en colaboración con Zoltan Korda. Murió en 1951, cuando se disponía a organizar una expedición cinematográfica al Africa negra. Dejó una gran enseñanza, que pocos recogerían despues: la de vivir en un sitio hasta que el relato surja solo, postulándose como el único o el mejor film posible de esa realidad.
Al ruso Dziga Vertov, tenido por Rouch como otro padre del cine etnográfico, tampoco le interesó nunca la etnografía, ni abordó contextos culturales con códigos diferentes. Pero para él toda la realidad era extraña, y la cámara debía ser un ojo abierto a lo desconocido. Fue el pionero del nuevo cine soviético, en el que aparecerían luego figuras como las de Kuleschov, Pudovkin, Eisenstein y Duvzhenko, con obras que llevarían a Arnold Hauser a declarar que el cine es el único arte en el que la Rusia soviética tiene logros en su favor. Vertov se propuso concretar el caro sueño de suprimir toda intermediación ideológica entre la realidad y el espectador, y también fundir o acercar en la medida de lo posible los lenguajes estético y científico, aplicando un método científico-experimental al mundo visible para explicarlo. Su trabajo, con todo, fue muy personal. Sus impulsos y desplantes estéticos tienen esa arrogancia de las vanguardias de la epoca, y en especial del futurismo, lo que lo lleva a la exaltación de la máquina y el movimiento mecánico, que simbolizaban la dinámica del “progreso”.
Vertov propone una cámara de objetividad absoluta, que sea un reflejo dentro de la realidad, y para esto rechaza los elementos dramáticos tomados del teatro como ser actores, guión, etc, a los que sustituye por un mero plan de rodaje, estudios cinematograficos, escenografia, dirección. La estilización provendrá de la calidad de la imagen y el ángulo de la toma. También hay que liberar al cine de sus tributos a la literatura y la música, a las que considera asimismo desviaciones, para realzar su propio ritmo, su lenguaje específico, que se consigue investigando la máxima expresividad por medio de la selección de los ángulos frente a la realidad bruta, y sobre todo por el montaje, que empieza durante la observación inicial directa, sigue durante la filmación y termina después de la misma. Comprende que la correlación de las imágenes cinematográficas, base del ritmo, es una unidad compleja formada por una suma de diferentes correlaciones (de planos, de los angulos de la toma, de los movimientos en el interior de las imagenes, de las luces y sombras y las velocidades del rodaje). Con esta invención, la camara y su visión dejan de contar demasiado; lo importante es la construccion de segundo grado que se puede plasmar a partir de tal visión. Y esto no es ya la realidad pura, sino la elaboración plastica que un sujeto (artista) realiza de la mistad. Se trata de un lenguaje estético, sí, pero de una estética de lo real, que llamó cine-ojo. Rompe por cierto lanzas con el cine industrial, al igual que Flaherty, negándole el caracter de autentico arte. Ese “arte“ entre comillas debe ser incendiado por la revolución que él propugna.
Vertov apeló a todos los medios de rodaje al alcance de la cámara, considerándolos procedimientos normales y no trucos. Al rechazar el cine industrial dió por cierto un gran golpe a la ideología, pero esta volvió a meterse en la obra por el artificio del montaje, porque todo empleo de una técnica para lograr un efecto especial está subrayando algo, privilegiando a un elemento de la realidad sobre otro, procediendo por selección, y ésta siempre es subjetiva, valorativa, ideológica y, en cuanto tal, priva al ojo de su pretendida neutralidad. No obstante, al prescindir de la experiencia y los juicios personales para permitir que el ojo filme la realidad, dio un importante paso metodológico hacia el cine etnográfico. Faltaría agregar que la complejidad de sus planteos exacerba al régimen sovietico, que quería películas fáciles, al alcance de las masas, y que sirvieran para ‘educarlas’. Vertov criticó acerbamente este paternalismo cultural, afirmando que los obreros y campesinos a los que tanto se protegía se mostraban mas inteligentes que sus comedidas niñeras. Porque el problema, en efecto, no debe resolverse limitando el arte al horizonte de las grandes masas, sino extendiendo el horizonte de las mismas tanto como sea posible.
Se puede decir, como resumen, que Vertov acciona la cámara con la esperanza de que pase algo interesante ante ella, o de volverlo luego interesante gracias a la magia del montaje. Su método es así distinto al de Flaherty, quien, en virtud de la convivencia y concertación previa, sabe lo que va a suceder cuando accione la cámara y desea que seceda eso y no otra cosa. Lo espontáneo tiene poco lugar en su esquema. Vertov murió en 1954, tres años despues que Flaherty, y su concepción del cine ejerció una gran influencia sobre el cinema verité francés y la obra de Rouch.
Segun Rouch, también habría que poner entre los padres del cine etnográfico al Jean Vigo de A propos de Nice de 1929. Se trata de un documental de sátira social sobre la Francia de la época, en el que la conducta de la alta burguesia es contrapuesta por un montaje corrosivo a la vida de los trabajadores y los marginados de Niza. Este tipo de cine directo a la manera de Vertov, sin actores ni puestas en escena, vendría a ser el primer antecedente de un cine antropológico urbano. Vigo toma alli una posición crítica, a la que llama ‘punto de vista documentado’ entendiendo que el registro de la realidad no puede ser ajeno a una labor interpretativa. El 1933 realizó su obra maestra, el argumental Zero en conduite y murio en 1934, a la edad de 29 años.
El estreno de A propos de Nice coincide con el comienzo de la labor de la escuela documentalista inglesa, que hasta 1944 habria de producir 677 filmes de este tipo. A la cabeza de ese movimiento estaba Grierson, el más brillante teórico del documentalismo que tuvo el cine. El documental, decía este autor, se propone fotografiar el mundo real y la historia real. La posibilidad que tiene el cine de moverse, observar y seleccionar en la vida misma puede ser explotada como una forma artística nueva y vital. Los filmes de estudio, en cambio, ignoran mayormente la posibilidad de abrir la pantalla hacia el mundo real. Esta escuela contó asimismo con la figura de Paul Rotha.
En lo analizado hasta aqui vemos que el cine etnográfico es un desprendimiento del cine documental en cuanto arte de lo real, y no un mero intento de aplicar dicha técnica al registro de la investigación científica. Esto último se desarrollará luego de las búsquedas de Vertov, Flaherty y Vigo bajo el impulso de los jóvenes etnólogos que seguían a Marcel Mauss. Lo artístico ser echado entonces a un segundo plano como subjetivismo deformante de la observación científica. Se proponen retratar con los menos recursos formales posibles la realidad del otro. El montaje, base del arte cinematografico pierde sentido, así como la noción de ritmo, por las distorsiones que implican del tiempo (y orden) cronológico y la duración real. Lo puramente científico parece conducir a lo tedioso. Quedarán así abiertos dos caminos que nunca terminaran de encontarse pese a los intentos de sintesis. Los antopólogos “serios” menosprecian a los buenos filmes emográficos por sus concesiones al estlo, y los aristas negaran a los registros científicos calidad de cine.
Quizás el llamado cine etnográfico se hubiera acabado chapoteando en los pantanos de un racismo no del todo consciente y cegado por los resplandores de lo exótico, de no ser por la tan polémica como monumental figura de Jean Rouch, cuyas búsquedas y hallazgos en el terreno estrictamente cinematográfico han convencido más que sus planteos conceptuales en los que siempre se vislumbra un gran ausente: el colonialismo. Es que Rouch, al igual que Flaherty, rechaza la historia. Sólo cree en el drama individual, en lo anecdótico aislado de su contexto y su duración. No se compromete totalmente para concretar sus intenciones en contacto con lo real vivido.
Rouch llegó al cine en 1946, con su admiración por Flaherty y una cámara de segunda mano. Era un amateur que decidió convencer a sus amigos etnógrafos sobre la importancia de esta técnica de registro de la realidad bruta. Cuando ese año se fue a filmar a los Sorko del Níger, era objetivamente miembro de una sociedad colonialista (la francesa) lanzado a una aventura espiritual dentro de un territorio que la misma dominaba: el África Occidental Francesa. Se trataba de un país aplastado y explotado, y no una simple provincia de ultramar a la que se estuviese elevando a las dichosas alturas de la Civilización, como postula la ideología imperial. En tal cuadro resulta risible su propósito de no hacer política, por lo que su declaración en este sentido no expresa más que su interés de no malquistarse con las autoridades para poder contar de algún modo con su apoyo, o evitar que le pusieran trabas. Más adelante manifestaría que el cine debe testimoniar con gravedad y nobleza los momentos supremos de los hombres y las civilizaciones, pero esto no lo llevó a escoger los personajes adecuados, los que fuesen la máxima expresión de la conciencia de un pueblo, capaces de unir los aspectos más profundos de su tradición cultural a una voluntad de liberar a esa tradición del colonialismo que la destruye.
Moi, un noir de 1957, filmado en Treichville, barrio popular de Abidjan, Costa de Marfil, significa un paso histórico dentro del cine etnográfico, pues por vez primera se da la palabra al colonizado para que exprese su visión del mundo. Pero ¿a quien designó portavoz de la conciencia africana? ¿A un militante de la causa de la independencia, que ya se avecinaba? ¿A un artista, un pensador, un científico negro? ¿A un obrero consciente de la explotación de su pueblo? ¿O a uno de esos grandes conocedores de los ritos venidos de la tradición oral y demás valores de la cultura africana? ¿O siquiera a un disconforme con la situación colonial? No, a un joven nigeriano que venía del África Occidental inglesa, un inmigrante simpaticón y lleno de divertidas ocurrencias que conoció por azar, un lumpen que se ganaba el sustento en actividades ocasionales, y que demostraba los fines de semana ser un excelente bailarín, ‘como todo buen negro’, según el estereotipo blanco.
Claro que Robinson, el nigeriano, es un ser humano como todos y por lo tanto materia del arte, pero es preciso convenir que el momento histórico de África exigía otra cosa. Había temás más profundos que tratar y dimensiones más ricas de la realidad que mostrar, para valorizar la causa de esos pueblos ante la mirada de Occidente. El film, en cambio, terminaba confirmando los estereotipos racistas del colonizador, eso de que los africanos son a veces simpáticos y por lo común sensuales y excelentes bailarines, pero de poca cabeza, llenos de fantasías estériles, irresponsables e incapaces de tomarse las cosas en serio. ¿Como podían entonces concederles la independencia? Por esto no deben extrañarnos las andanadas que recibió Rouch desde las filas independentistas y los sectores que representaban entonces la conciencia emergente de África, por más que la novedad de ser negro el personaje y la simpatía del mismo le permitieron alcanzar éxito de público.
En un reportaje se le observa a Rouch, a propósito de Cronique d’un ete‚ de 1960, que cuando filma a los europeos la cámara se detiene a oírlos opinar sobre muchos temás complejos, centrando el interés en lo que piensan, pero que cuando enfoca al negro es para limitarse a ese componente esencial del cine que es la acción. De aquí podría deducirse que la función del europeo es pensar, y la del negro hacer cosas divertidas o impresionantes. La cámara no espera de él una crítica, una opinión sobre la realidad y menos una denuncia abierta. La pequeña historia lo absorbe todo, sin abrir rendijas a la historia profunda de África. Los narradores en off a menudo no paran de hablar, pero se cuidan bien de decir lo que esta sucediendo más allá de la anécdota o en lo hondo de la anécdota. La imagen suscita risas ante las “geniales” ocurrencias de los colonizados, o asombro por sus extrañas ceremonias, pero rara vez descubre su humanidad y su conciencia, manteniendo oculto todo aquello que incita a la solidaridad. Nadie grita un “¡basta!” a las distintas degradaciones de la situación colonial; se investiga más bien las formás de acomodamiento mental a las neurosis que tal situación produce, para poder sobrellevarlas. A veces estos ritos de acomodación son crueldades de nuevo cuño, ajenas a las culturas tradicionales, como en el caso de los Hauka de Ghana, excelentemente documentados por Les Maitres Fous de 1953, film que disgustó a los revolucionarios por la imagen de primitivismo que arrojaba, pero interesó vivamente, desde una pura estética teatral, a Jean Genet y Peter Brook.
Sin duda el rito de los Hauka tiene mucho de fascinante, pero no resiste un análisis desde la dialéctica de la situación colonial y las grandes necesidades de África en lo que respecta a su imagen. Se hubiera podido prescindir de esta lectura política de haberse filmado en los arrabales de París, y si los Hauka fueran un grupo de franceses hastiados de su civilización y deseosos de vivir una experiencia de trance. En África sólo podía servir en ese momento para degradar aún más la imagen del colonizado, o reafirmar otro fuerte estereotipo colonialista: el de que el colonizado es un bárbaro al que hay que sujetar (dominar) para que no cometa atrocidades. Todo lo que deshumaniza al oprimido juega en favor del opresor. Una visión desde adentro podría haber morigerado el efecto, humanizando a los personajes. Pero no, todo lo contrario: una farragosa narración en off se empeña en explicarlo todo, desviando la atención de la gran riqueza de las imágenes del film. África no habla, se habla por ella. Tampoco se trata de un rito tradicional, de esos que fortalecen la solidaridad de un grupo y su identidad como oprimido para impedir su absorción por la ideología dominante, y ni siquiera un rito al estilo de los Mau-Mau de Kenya, también cruel, pero esencialmente anticolonialista.
Para ser justo, es preciso reconocer que tanto en ésta como en muchas de sus obras Rouch se propone atacar los cimientos del exotismo, como si comprendiera que un film, para ser verdaderamente antropológico, debe conllevar esta ruptura. Los Hauka -esto queda claro- no son hombres sanguinarios y crueles en su vida cotidiana, sino que llegan a serlo sólo bajo el trance del rito, así como bajo el cine-trance y la alegría de filmar Rouch ni se pregunta lo que hace y por qué o para qué lo hace. Lo importante es remontar los milenios, reencontrar la noche inmemorial poblada de muertos, sumergirse en el agua vivificante de los mitos que se creían perdidos para siempre, y una vez adentro escribir con los ojos, con las orejas, con el cuerpo, sobre esa realidad a la vez invisible y presente. Confía en la improvisación de los actores, como la Comedia del Arte. No quiere imponer un sistema de pensamiento, aunque muchas veces impone un texto. El es el ojo tierno de Flaherty munido del ojo y la oreja mecánicos de Vertov.
Para no ser tildado de exotista muestra al final a los Hauka en labores útiles, como trabajadores amables y resignados a su destino, que sólo muy de tanto en tanto se permiten un exceso compensatorio de su psiquismo, como otros se emborrachan un domingo. Es decir, no son monstruos, sino seres humanos, pero tal humanidad no queda más que proclamada, desde que no profundiza en ella como debe hacerlo todo buen arte. Más allá de estas consideraciones, cabe preguntarse si se trata realmente de uno de esos momentos supremos o más sublimes de los hombres y las civilizaciones a los que se refiere Rouch en su fe de propósitos. No, la elección de los Hauka constituye una rareza, un caso aislado que nada tiene que ver con la conciencia de un pueblo y su cultura genuina. Pese a su empeño en desmantelar la visión exótica, importante componente del colonialismo, privilegia a lo exótico en la elección del tema, punto en el que Rouch, por apostar al azar en un mundo regido por la extrema necesidad, tuvo los mayores desaciertos.
Claro que no podemos reducir a estos pocos casos la vasta filmografía de Rouch. Muchas veces la cámara de J. Rouch participó en rituales que figuraban en lo más alto de la tradición de un pueblo, como la caza de hipopótamos entre los Songhai del río Níger ‘Au pays des mages noirs’, 1947. Es evidente su propósito de homenajear al África “primitiva’ a la que considera en trance de desaparecer. Pese a la calidad del material y al propósito respetuoso que guiaba a su autor en estos casos, dichos filmes fueron también criticados desde las filas revolucionarias por exaltar sólo el pasado del Continente, aislándolo de la realidad moderna, de un mundo con otra cultura y nivel tecnológico que luchaba por la independencia. Aunque hay en verdad muy pocos puentes entre las dos Africas en dichos filmes de Rouch, descalificarlos por esa sola razón sería ya una politización extrema del juicio. Porque aunque se trate de apenas una cara de la realidad, es una cara legítima, la que el etnógrafo juzga como la más cargada de significaciones. Lo que podría ser criticado en estos filmes es la unión desde afuera en que se sustentan, de un no participante de la cultura. Si bien la cámara participa en los ritos, los pueblos no participan realmente en el film con poder decisión. Aún el colonizado no llega a ser sujeto cinematográfico, es decir, con plena intervención en los mecanismos y objetivos de la experiencia fílmica, por lo que no puede someter a ésta a sus puntos de vista ni ponerla al servicio de proyectos. Hablará poco o nada pues la palabra antropólogo-narrador, que se siente más capacitado para contarlo todo, y en especial lo no propuesto ni aceptado de antemano por los actores. Sólo una vez, empujado por las criticas a Moi, un noir, encaró al racismo, eligiendo como campo un liceo de Abidjzn. Hizo de este modo La Pyrarnide Humanine 1958-1959, pero el racismo queda aquí fuera de su real, que es la situación colonial en que se produce, y que lo alimenta. Porque no es el mismo racismo que se da, por ejemplo, en París con los inmigrantes africanos.
Concluido el proceso de la independencia política de las colonias francesas del África Occidental y Central, Rouch pone de manifiesto su propósito de no inmiscuirse en los problemás intemos de los flamantes Estados por no tratarse de su país, declaración que sería honesta si se hubiera preocupado de la suerte de esas sociedades cuando aún estaban bajo el dominio directo de Francia. Tampoco podía ignorar que dicha independencia era sólo formal, ya que al colonialismo sucedía un neocolonialismo no menos riguroso, en el que Francia seguía jugando el principal papel. Se cerro así a la posibilidad de realizar aportes valiosos a una más profunda descolonización de esos territorios. No se le pide que se embarque en un tipo de cine político ajeno a su sensibilidad y propósitos, sino apenas un manejo más honesto del componente científico de su arte, o sea, el aspecto antropológico. Porque Rouch elude hasta las más elementales preguntas que formula la sociología del arte, como las dirigidas a situar al observador frente al observado y definir los roles. Bien se podría pasar por alto su falta de compromiso con una causa, ese volver la espalda a la historia, si se comprometiera a fondo con la realidad que toma como materia de su arte, compromiso que es ya inexcusable para todo autentico artista, lo que nada tiene que ver con las recetas simplistas del realismo socialista.
¿Es lícito filmar un pueblo colonizado evitando toda referencia a su situación colonial? Pienso que no, y más si el cineasta es miembro de la sociedad colonizadora. Y no se trata de agregar comentarios en off que den cuenta de ese hecho básico, sino de hacer hablar a las imágenes, porque ese es el lenguaje específico del cine. En África nos salen a cada rato al paso imágenes que funcionarían, bien montadas en un film, como perfectas definiciones visuales del colonialismo, pero Rouch no las supo cazar, o les volvió la cara para no tener problemas.
En su concepción cabe la nobleza del “salvaje’ pero no la denuncia. Rouch se respalda en lo antropológico como si la mera aplicación de ciertos lentes y métodos “científicos” pudiera bastar para tranquilizar la conciencia y asegurar resultados dignos. Su concepto de la antropología no difiere mucho del de sus colegas que asesoraban a la administración colonial. Tanto una como otra se presentan como un epifenómeno del colonialismo, porque convierten al colonizado en mero objeto de estudio y no acción transformadora, y al observador externo en el único capaz de interpretar la realidad.
Durante esos años felices y prolíferos Rouch no intuyó las enormes posibilidades que abre la autopercepción consciente, o prefirió no explorar ese camino para no malquistarse con el poder colonial. Sólo mucho tiempo después llegará a hablar de un “cine-diálogo” permanente, que concibe como la más interesante perspectiva del cine antropológico. El conocimiento, declara, no debe ser más un secreto robado a los “salvajes” para terminar devorado en los templos occidentales del saber. Tal cine resultara de una búsqueda sin fin, donde etnógrafos y etnografiados se comprometan a marchar juntos en el camino de lo que alguien llamó ‘antropología compartida’. Esta conciencia de que el oprimido no puede quedar reducido a la condición de objeto de conocimiento, sino que debe constituirse en parte activa de la búsqueda de dicho conocimiento, es realmente la única forma de destruir la relación colonial. Por esta vía será a la vez dador y receptor, objeto y sujeto, rompiendo la base dual y jerárquica propia de todo colonialismo. Al ceder sus armas, la antropología se descoloniza y desmistifica, y diría que también se autodestruye en cuanto ciencia del otro, pues la reflexión sobre sí pasa a ocupar el sitio más destacado. Por esta senda nos acercamos a la “antropología social de apoyo’, que no es una antropología aplicada, sino una acción de apoyo a otra acción, desde que no hay en ella una razón científica ni política situada por encima de la razón del oprimido. Este propone los fines, que son su proyecto social, y el antropólogo, junto a otros especialistas, pone a su disposición las ‘armas’ de su ciencia, que en adelante serán sus medios-para-el-fin, o partes substanciales de los mismos.
Toda esta crítica a la obra de Rouch se propone extraer de la misma una enseñanza útil y no invalidar su carácter monumental. La endeblez de su conciencia política y las profundas grietas en su rigor antropológico (que lo tuvo) debilitan pero no niegan sus logros formales en el terreno documental. Sus realizaciones son de un gran aliento, marcadas por continuas búsquedas técnicas, estéticas y antropológicas, que aunque a menudo no interpreten bien o solucionen mal los problemás que plantea este tipo de cine, tienen al menos la virtud de ir trayéndolos al tapete, hasta el punto de que se podría escribir sobre la historia y vicisitudes de esta rama del documental a partir de una crítica a Rouch. Le faltó valentía en su dialogo con la realidad, o total consecuencia con sus postulados, pero salió airoso de muchas escaramuzas libradas contra sus propios condicionamientos culturales. Es que su gran confianza en la improvisación, que heredó de Vertov, no lo condujo por lo general a tierra firme, sirviéndole más bien para justificar su oportunismo, dándole vías de escape. En Chronique d’un ete‚ prueba, quizás sin percatarse, la observación conjunta como alternativa a la cámara participante, el diálogo real frente a los artilugios del soliloquio del cineasta-demiurgo, que somete a los grupos a una idea preconcebida del film, pero al regresar al África engaveta esta experiencia para restaurar la odiosa dualidad etnógrafo-etnografiado, perdiendo la oportunidad de abrir un diálogo profundo y sincero entre la civilización francesa y esas naciones sólo parcialmente liberadas del dominio colonial, pues quedaban ahora bajo una dependencia neocolonial. Algo que fuese el enfrentamiento de dos visiones del mundo, y no sólo una charla inteligente sobre temás dispersos. En Petit a petit y Lettres persones, ambas de 1969, Rouch tiene la graciosa ocurrencia de volver la etnografía contra los etnógrafos, y ahora son los africanos los que, libreta en mano, van a estudiar a los parisinos, pero todo es presentado como un simple juego, sin el dramatismo y la “seriedad” que caracteriza a la acción del antropólogo en el medio indígena. No es un tour de force de la conciencia africana sobre las contradicciones y sinsentidos de la sociedad francesa, sino un divertimento a la postre poco convincente, pues sus contenidos tienden a diluirse en gags propios de una comedia, por lo que habría de provocar también una reacción hostil de los africanos.
Además de impulsar al cine etnográfico hacia su madurez y definir su campo especifico, Rouch, retomando la propuesta de Vertov (cuya búsqueda era la verdad del cine y no el cine de la verdad), realizó asimismo un sustancial aporte al cine argumental francés, al llevar a una expresión más acabada al cinema-verite, versión nacional del cine directo, en Cronique d’un ete. Este film pasó a ser una piedra de toque de la nouvelle vague, movimiento que había empezado a manifestarse en 1958, con una nueva gramática cinematográfica que reniega de las antiguas técnicas narrativas. Con una metodología propia del cine etnográfico, que intenta, con el refuerzo de Edgar Morin, sintetizar los puntos de vista de Flaherty y Vertov. Rouch da un paso decisivo para acercar el argumental al documental -¿Homenaje a Vigo?- cruce de coordenadas que permitiría alcanzar ese notable florecimiento fácil de apreciar en Godard, y también en Truffaut y Chabrol.
Hacia 1956 se cristalizaba en Gran Bretaña el free cinema movimiento encabezado por Lindsay Anderson y Karel Reisz, estrechamente relacionado con el movimiento literario y teatral de los jóvenes iracundos (Angry Young Men), y teniendo como antecedente a la Escuela de Brighton. Se trata de un cine de ficcion con técnica documental, que crea ‘documentales novelados’ sobre temas de la vida cotidiana, con intención crítica, irónica y testimonial. Reisz se acerca a Rouch al situar la camara sincrónica entre un grupo de jóvenes cockneys en su filme We are the Lambeth boys de 1958. Tambien Tony Richardson propone ceder la palabra al hombre de la calle, y sobre todo a los más humildes. Pero antes del auge de estas nuevas formas de cine directo, y en lo que marcará el comienzo de las corrientes renovadoras del cine europeo, habría que poner al neorrealismo italiano, especialmente el centrado en la crónica.
Emparentado con el ‘cine-ojo’ de Vertov, bucea en la realidad cotidiana con una dramatización mínima. En Roma, ciudad abierta de 1944, Rossellini se propone un cine menos costoso y más próximo a lo real, iniciando así una escuela que produjo obras como Ladrón de bicicletas (1948), de Vittorio De Sica, y La terra trema (1948), de Luchino Visconti. Visconti usó el sonido directo y dejó hablar a los humildes como hablan en su vida cotidiana con lo que dió un golpe demoledor al purismo reaccionario de entonces, que consideraba funesto para el cine el uso de expresiones dialectales y todo lenguaje real, no estereotipado.
A partir de los años 60, mientras se consolidan en Europa estas formas de cine directo, los jóvenes cineastas latinoamericanos revelan una mayor preocupación por dar debida cuenta de los graves problemas de su pueblo, lo que en buena medida puede entenderse como una secuela de la Revolucion Cubana. Claro que hay algunos antecedentes de este proceso, como las experiencias de Fernando Birri de Tire die (1956-1958) de la Escuela Documentalista de Santa Fe y Faena de 1959, de Humberto Ríos. Hacia 1963, tres obras capitales dan nacimiento al cinema novo brasileño: Vidas secas, de Nelson Pereira Dos Santos; Deus e o Diabo na Terra do Sol, de Glauber Rocha; y Os Fuzis, de Ruy Guerra.
Esta corriente produjo en los años que siguieron filmes de gran riqueza formal y contenido profundo. El cine cubano muestra más un apremio conscientizador que la búsqueda de un nuevo lenguaje estético. Su finalidad didáctica lo lleva a reiterar algunos aspectos del nefasto realismo socialista, pero algunos resultados lo trascienden. Memorias del subdesarrollo (1968), de Tomas Gutierrez Alea, es uno de los mojores ejemplos de este cine. También de 1968 es La hora de los hornos, de los argentinos Femando Solanas y Octavio Getino, que da comienzo a la obra del grupo Cine Liberación, línea del cine político que se propone ilustrar los postulados ideológicos del peronismo. Aquí se inscriben El Familiar, de Getino; Los hijos de Fierro, de Solanas; y Camino hacia la muerte del viojo Reales, de Gerardo Vallojo, en el que puede verse con claridad el acercamiento de lo documental a lo argumental. También surge en este país el grupo Cine de la Base, autor de Los traidores (1966-1970), de creación colectiva, y Mexico, la revolución congelada, de Raymundo Gleyzer. Habría tambien que citar a Los Velazquez de 1968, de Pablo Szir; y Nosotros, los monos de 1971 y Nosotras, las siervas de 1974, de Edmundo Valladares. Surge asimismo un nuevo cine chileno, con Miguel Littin a la cabeza (El chacal de Nahueltoro, Compañero Presidente, La tierra prometida, Las actas de Marusia), y un nuevo cine mexicano, con figuras como Arturo Ripstein, Paul Leduc, Alberto Isaac, Luis Alcoriza, Felipe Cazals y Benito Alazraki.
En 1966, el boliviano Jorge Sanjines filma Ukamau, película que pasa a denominar a un grupo. Parte de su obra como El coraje del pueblo y La Noche de San Juan habla de la lucha minera y se inscribe en la línea del cine político, que tantas otras expresiones tiene en América. Pero también produjo un cine argumental que puede ser llamado etnográfico-político, en el que figuran, además de Ukamau, obras como Sangre de cóndor de 1969 y El enemigo prhlcipal de 1973. Aquí los actores son los indios aymaras y quechuas de su país y el escenario el real. Sangre de cóndor es una crítica al genocidio. Aunque asume en forma expresa una posición anti-imperialista, trasciende el cine político por cuanto se detiene a exaltar la herencia cultural del pueblo indio, sin caer en esquematismos reduccionistas a la pura dimensión económica. El gran mérito de este film es el de haber logrado conjugar en un todo coherente los mas altos valores de una civilización milenaria con aspectos de su lucha de liberación. Esa especificidad cultural pasa a ser el alimento y sostén de una conciencia política que ve la doble faz de su opresión: como clase y como etnia. Alcanza así toda esa fuerza y belleza interior que suelen faltar en alguna de las obras de Rouch.
Pero en lo que hace estrictamente al documental directo, creo que ninguna experiencia de América Latina supera en significado a la de Jorge Preloran. Se podría decir que Preloran es nuestro Rouch. Si bien su obra no es tan vasta como la del francés (andaría por los 50 filmes) y no aportó mayores innovaciones técnicas a la historia del cine, fue más lojos que aquel en su búsqueda del testimonio puro. La dignidad de sus resultados no es un mero producto del azar, sino de un largo conflicto consigo mismo, a medida que fue creciendo su pasión por los mundos marginales. De temperamento humilde, y mas libre que Rouch de prejuicios metropolitanos de superioridad, de los condicionamientos del poder político y de todo afán de prestigio personal, se negó a ser el hijo mimado de un sistema para someterse voluntariamente al exilio de sus personajes, a la soledad y el desarraigo. Sus mojores filmes fueron producidos con gran esfuerzo y precarios recursos, pese a los muchos reconocimientos que en los ultimos años tuvo su obra.
Decia Galeano que se hace todo lo posible para que el pueblo no sea sordo pero se actúa como si fuera mudo. Hablan por él y llaman a eso cultura popular, sin darse cuenta que no es más que paternalismo estético y político, usurpación populista de la palabra, que sigue dejando al oprimido en el silencio y fuera de la acción, y por lo tanto también fuera de la historia, en la que sólo parece que podrá entrar como ‘objeto liberado’. Pero nada hay en verdad más revolucionario que dar la palabra al colonizado, al explotado, para que nos muestre su realidad tal cual es, con todas las grandezas y miserias de su humanidad, sin deformaciones interesadas en ilustrar otros postulados.
Los logros de Preloran a partir de 1969, son Herrnógenes Cayo (seleccionada en 1975 por los críticos como una de las diez mojores realizaciones del cine argentino de todos los tiempos), y que se continúan en Araucanos de Ruca Choroy de 1971), Los Onas. Vida y muerte en Tierra del Fuego (1973), Cochengo Miranda de 1974) y Los hijos de Zerda de 1978, y nos muestran con dureza pero sin efectismos ni manipulaciones sentimentales a hombres de carne y hueso y no arquetípos útiles a una dialéctica que se proponga usarlos en un juego de polarizaciones y oposiciones. Es sobre todo una aventura de la comunicación humana a traves del cine, en la que la cámara, más que un elemento mediador, es un tercer ojo que amplia la percepción.
Preloran, como Flaherty, cree en la convivencia previa a la filmación, no para inteligir una realidad o alcanzar un conocimiento científico de la misma, sino para sentirla profundamente, con toda su carga de dramatismo, y no de un modo general, abstracto, de simple condolencia ante un cuadro desgarrador. La comunicación se establece con personajes concretos, a los que primero trata, después graba y por último filma con su vieja Bolex 16 mm sin sonido sincrónico.
A partir de Hermogenes Cayo fue consciente de la importancia de la elección del personaje, que no dejara ya, como Rouch, librada al azar. Los elegidos resultan dignos exponentes y portavoces de su pueblo, y que por esta misma cualidad podrían funcionar como paradigmas, aunque Preloran no se les acerco con este cálculo, puesto que no era su propósito hacer antropología: repetidas veces ha negado ya a su cine la calidad de etnográfico. Claro que le interesan las claves profundas de los mundos que aborda, pero su mayor anhelo es dar voz a los que no la tienen, a los que nadie conoce ni escucha. No dirige actores ni manipula situaciones porque no quiere demostrar nada, sino tan sólo mostrar, que es lo propio del arte. Busca personajes solitarios, silenciosos y de gran vida interior del ambiente rural, tanto indígena como criollo, para cederles sin condicionamientos la palabra. Y no se mantiene neutral: declara estar del lado del que recibe los azotes. Su cine es político en la medida en que denuncia el etnocidio y la explotación e incita a la solidaridad, pero se abstiene de ideologizar por su cuenta, de ‘explicar’. Deja que los marginados, de a poco, digan las cosas como las sienten. O sea, la visión desde afuera es sustituida por una visión desde adentro. Y el resultado es realmente conmovedor y movilizador, pese a los pocos recursos de los que se vale: unas cuantas verdades expresadas con sutileza por los protagonistas, y mucho silencio alrededor. Renuncia a las escenas muy íntimas, que puedan molestar al protagonista, y cuando se pone a compaginar ese otro lo está limitando con su mirada ausente, vedando toda pequeña trampa de montaje. Quizés el diálogo no alcanzaría esas alturas si Preloran no fuera tambien otro solitario, un hombre sin partido, sin facción, y por lo tanto sin camaradas, ni mayores apoyos. Al igual que sus personajes, forma parte de una raza en extinción, que desdeña a las ideologías en la medida en que enfrascan al hombre y aplastan o deforman sus sentimientos. Enemigo de los grandes lenguajes abstractos, bucea en trozos concretos de vida las grandes verdades de un pueblo, las que brotan en tono humilde y pausado, sin apelaciones a la retórica y la teatralidad. Parecen excelentes muestras del cine etnográfico. Pero él, poco amigo de las definiciones, se apresura a aclarar que su cine no es absolutamente objetivo y que en la medida en que tiene mucho de subjetivo deja de ser científico. Tal vez diga esto para distanciarse de los antropólogos que filman, los que a su juicio no hacen cine sino fichas filmadas, lo que con frecuencia es cierto.
Podría decirse entonces que se define como artista y no como científico. Pero no: quiere asimismo poner distancia de las tendencias esteticistas en el terreno del documental, afirmando que tampoco hace arte, que no está creando. Su amor por el testimonio puro lo lleva naturalmente a desconfiar de su propia condición de intermediario, de ojo sensible que está detrás del ojo mecánico de la cámara. Se percate o no, esta pretensión de neutralidad proviene de la antropología, y su cine, aunque nada tenga que ver con las fichas filmadas, es cine antropológico en su más fiel expresión, porque el proceso amalgama elementos estéticos y científicos. Justamente lo que da valor a su actitud es la historia de la antropología, la connivencia que siempre tuvo esta ciencia con el colonialismo. En el hecho de dar la palabra, y la forma en que lo hizo, radica su principal aporte.
Por cierto, la obra de Preloran no se reduce a las cinco que he tomado de base para analizar su propuesta. Su carrera se inicia en 1954 con Venganza, y produjo 24 películas antes de empezar a trabajar en 1966 para el Fondo Nacional de las Artes. Con dicha institución realizó unas 19 obras, todas de caracter etnográfico. Los Onas, Cochengo Miranda y Los hijos de Zerda vienen después, en la etapa de plena madurez, en la que tambien hizo un argumental: Mi tia Nora (1982).
Preloran no fue el único que hizo aportes. Están las experiencias pioneras de Oscar Kantor (Los Junqueros, Tierra Seca); el Raymundo Gleyzer de Ceramiqueros de Tras la Sierra; Causachum Cusco (1982), de Alberto Giúdici, film de gran rigor formal y amplio efecto movilizador; Martin Choque, un telar de San Isidro (1982 ) y Ni tan blancos ni tan indios (1983-1984 ), de Tristán Bauer y Silvia Chanvillard.
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